Cuidado de la mente


Desde sus primeros estadios evolutivos, el ser humano ha aprendido a afrontar el dolor, a conocer el proceso de somatización del sufrimiento emocional, incluso a transformarlo en elemento dinamizador de su crecimiento espiritual. Se han erradicado algunas enfermedades asociadas a deficientes condiciones de salubridad, pero también han aparecido nuevas dolencias físicas derivadas de nuestros estilos de vida que producen modificaciones en nuestra conducta diaria, influyendo decisivamente en la interpretación de lo que somos, de las causas y el fin último de nuestro vivir, de las relaciones que establecemos con nuestro entorno y del rango de importancia de los valores y principios que permean nuestra socialización, y lo que es más significativo, en la planificación de nuestra actuación para superarlas. Las raíces del sufrimiento están en lo más profundo de nuestra naturaleza hílica. De hecho, no es concebible la ausencia absoluta de dolor por más que hayamos desarrollado actitudes conducentes a superarlo. Sin embargo, todo dolor, físico o psíquico, percibido por nuestros sentidos es susceptible de ser afrontado y superado mediante la intervención oportuna como una respuesta del cuidado de la mente. Los grandes maestros de la meditación nos han enseñado técnicas y métodos de eficacia probada de esta práctica, pero es nuestra mente la que decide hasta qué punto está dispuesta a desarrollar todas las capacidades de que dispone para cuidar de sí misma, otorgando a cada talento recibido la relevancia que le corresponde.
Como en todo proceso de superación, es esencial adoptar una actitud positiva para atender las demandas del cuerpo enfrentado a una dolencia sin caer en estados de abatimiento permanente. Esta actitud se manifiesta en actos concretos en el recorrido vital que, más allá de las predicciones que puedan hacerse sobre nuestra salud, nos permiten dar un sentido a nuestra vida basado en la búsqueda intencional (Viktor Frankl) y en el compromiso personal con nuestros principios éticos. El cuidado de la mente exige tener claro a dónde se quiere ir. Del mismo modo que cuando nos preparamos para un viaje antes decidimos el destino, si tenemos algo por lo que vivir seremos capaces de superar las mayores dificultades que se nos presenten. Vale la pena empeñarse en esta tarea, puesto que en una mente sana son más asumibles los errores cometidos y enraízan mejor las buenas decisiones que tomamos: aceptar el presente y trazar el camino correcto superando posiciones rígidas que impiden establecer pautas de conducta en función de su utilidad; plantearse nuevas metas, escuchar y hacer que los demás te escuchen; hacer diagnósticos atinados; actualizar las creencias con una perspectiva social; saber perdonar y comprender, sonreír y llorar oportunamente; ofrecer certezas sin dejar nunca de preguntarse por la verdad; saber ajustar al viento las velas de nuestro destino; dar respuestas adecuadas a cada momento, tanto en sencillas situaciones cotidianas como en aquellas que requieren una atención especial.
Se ha definido que preocuparse de sí mismo es conocerse; pues bien, la Psicología va más allá, y establece que el buen terapeuta “cuida del alma después de examinar y establecer un buen diagnóstico, informa, orienta y acompaña en el camino hacia el autoconocimiento” a quien decide ponerse en sus manos.
Es una antigua costumbre comenzar las cartas expresando el deseo de buena salud del destinatario: “Me alegraré de que al recibo de esta te encuentres bien…”. Se trata de transmitir las emociones ofreciendo nuestro cuidado a los demás. Puesto que un cuerpo sano contribuye al buen estado de la mente, la buena salud genera satisfacción en quien emite el mensaje y en quien lo recibe. No es posible lograr una mente sana, es más, no podemos disfrutar de nuestro bienestar si no procuramos remediar el dolor de los que comparten espacio vital con nosotros. No proponemos un proceso de catarsis radical: la dosificación adecuada y la constancia en el tratamiento son condiciones indispensables para abordar el cuidado de la mente. Llegar al conocimiento de sí mismo supone una forma de vida, una actividad vigilante y regulada. Aplicando la tecnología del yo, recurrimos a la práctica diaria de gimnasia mental, como si se tratara de la lectura de las páginas del libro de nuestra vida deteniéndonos para reflexionar sobre los párrafos más sensibles, sin saltarnos su lado oscuro, profundizando en los valores que poseemos. Desde antiguo los filósofos enfatizaron ciertas causas de infelicidad, relacionadas con el destino del ser humano. También sabemos que la alegría de vivir está íntimamente relacionada con una actitud experiencial propia de una mente bien cuidada, que “realiza tareas encaminadas a una transformación personal para alcanzar cierto grado de felicidad”.